Ananá

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“No sé si vos te acordás…dos ananás.”

Un atractivo joven rubio llega a un pueblo en Argentina con mochila al hombro. Busca un lugar con agua que pueda utilizar libremente, sin ser molestado ni molestar a nadie, y un espacio escondido entre la maleza para instalar su nuevo hogar. Nadie parece notar su presencia, es un desconocido en un lugar que parece dominar muy bien.

Eugenio (Manuel Vignau) se encuentra vacacionando e intentando terminar su novela en la que fuera su antigua casa de verano. El joven rubio y de ojos claros llama a la puerta para ofrecer sus servicios reparando o limpiando la residencia. Eugenio descubrirá que el chico misterioso es Martín (Mateo Chiarino), su amigo de la infancia con quien pasó y disfrutó muchos veranos en esa misma vivienda. El encuentro no es fortuito.

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El tercer largometraje de Marco Berger (Plan B, 2009; Ausente, 2011), Hawaii, es un reencuentro entre dos hombres que vivieron juntos los momentos más felices y significativos de sus vidas hace muchos años, sin embargo la amistad que tuvieron dejó emociones encerradas y palabras en los labios que nunca se pronunciaron. El paso del tiempo separó sus caminos y sepulto aquellos sentimientos en el olvido, pero, como en el encuentro de ensueño, basta con verse de nuevo en los ojos del otro para evocar (el ya olvidado) cosquilleo en el estómago.

Eugenio y Martín pasarán el verano juntos, recordando sus andanzas de adolescentes y sobre todo recuperando el tiempo perdido. Los pocos diálogos de la cinta son los necesarios para adentrarnos en la historia de los amigos, pero son las miradas las que gritan las palabras que se consumen en las bocas de los hombres.

El cine de miradas de Berger lleva al espectador por un acelerado camino en el que la tensión sexual atropella los sentidos y acelera el corazón. Las situaciones, que a simple vista, pudieran parecer cotidianas se llenan de erotismo y deseo, pero Berger no apela solamente a la carnalidad, va mucho más allá a lo profundo de los terrenos emocionales. El desarrollo de personajes, junto con histriones carismáticos que abrazan la esencia de la cinta y un guión que se escribió en función de la historia hacen que Hawaii  sea un reflejo del enamoramiento y el miedo (y aceptación) de revelar tus sentimientos a otro.

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La relación de Eugenio y Martín va siendo cada vez más latente (nosotros como espectadores sabemos que ambos se muerden los labios por la necesidad de besar los del otro), pero los dos tienen miedo de decir en voz alta lo que sienten (o lo que han sentido por muchos años pero callaron por temor al rechazo). El revivir sus actividades favoritas y aquellas fotografías de Hawái en las que aparecía un gran árbol de ananás son suficientes para perderse en las tranquilas aguas del recuerdo.

La química entre los protagonistas ayuda a que la historia tome forma y nos enamore paso a paso junto con ella. El coqueteo, los roces y la cercanía de los cuerpos genera una intimidad compartida entre la pareja y el espectador que observa. Las dudas que afloran y aquejan el sentir de Martín y Eugenio crecen a la par de la atracción. La cinta nos consume lentamente hasta fundirnos en el anhelo de ver el primer beso.

En Hawaii la nostalgia por aquel primer amor impregna el aire y poco a poco rompe la capa de miedo que arropa a los protagonistas. Son los pequeños detalles, las ingenuas sonrisas y las incandescentes miradas las que avivan la chispa, una que se encendió recordando.

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La añoranza por el pasado impulsa a los personajes a aferrarse el uno al otro. Una desgastada  remera, suéteres bordados, un viejo view master significan el mundo cuando todo se ha perdido, es algo a lo que aferrarse para tomar fuerzas y poder continuar. Eso fue suficiente para acercar a dos personas, simplemente bastó una palabra: ananá.